El escritor en su rincón

¿Para qué escribir si nadie lee? es la frase que murmuro al verme al espejo en estos días, días lentos, días en que espero lo que no llega, días calcados e implacables. Una vez más siento que mi don me ha abandonado, mi don absurdo que no me sirve de nada. Ante el papel y el lápiz y el teclado y el cursor, no sé qué hacer, rehúyo el enfrentamiento. Es como si lo hubiera olvidado, como si mi obra no existiera. ¿Merecía existir?

No paso hambre, no carezco de techo y no me falta con qué intoxicarme, hay gente cercana a mí y me aman, no me enfrento a pedradas contra tanques y no hay nadie que quiera derramar mi sangre; otra es mi sed, otra la ausencia que eclipsa todo lo demás. Busco el contacto con mis semejantes, mas no hallo a mis semejantes ni el contacto: hay sombras y un niño abandonado que mira con ojos muy abiertos en lágrimas de sangre. Supongo que estoy tan satisfecho como puede estarlo un ser humano. Creía que eventualmente uno podía ser feliz, que se podía alcanzar algo como un estado de paz, pero veo que eso es apenas posible. Las cosas no se vuelven fáciles con el correr de los días y los años, la vida es como una presa a punto de reventar: si se tapa un agujero, aparecen diez más. Siempre en jaque, siempre al borde, apenas sosteniéndose en el filo. Y un día, la presa se revienta.

Estos son los días sin ella, los días en que me tengo que contentar con cualquier borraja. Unos cubas libres desentumen la maquinaria; beber solo es pésima señal, pero a Hemingway le sirvió de algo y mientras recuerdo que no soy Hemingway, me hago el propósito de volver a beber como hace años, para saber qué culpar e hincharme verdoso a la sombra de mi propia bilis.

Podría decir que con este lance cumplo, pero hoy no suena tan convincente. Pero lo he de terminar, no por nadie sino por mí. Yo me lo debo.