Delicias de tarde

Esto es un experimento y también otras cosas, cuyo escenario serán cuartos de moteles como éste en La California, donde se puede ir a pie. La relativa sordidez es parte del encanto. Mi único propósito será lograr algunas marcas en mi piel, en mi cotidiana huida del hastío.

Busqué en los clasificados, llamé a uno de los tantos servicios de masaje y negocié con un tipo de voz aburrida; las instrucciones que le di para el encuentro no parecieron extrañarle. Una hora después, ella llegá a La Flota, donde yo terminaba una birra. Se llama Rosemarie, o Rosemary, quién sabe, tal vez ella, tal vez no. Son graciosas estas situaciones, una temblorosa cordialidad oculta la oscura transacción que se lleva a cabo. Aprovecho para observarla en el corto trayecto: es pequeña y regordeta, tiene el pelo negro y largo, en mechones que asemejan cimitarra y cachos de luna. Sus pechos grandes y redondeados, ligeramente caídos en apetitosa forma; tiene algo de panza, un culo de nalgas algo rechonchas, piernas cortas y rellenas y hermosos pies. Calza sandalias demasiado altas, pantaloncillos ajustados y una blusa ajustada de tirantes. Tiene una linda cara de chiquilla, si sacara la lengua diría que tiene diez años. Está algo nerviosa al igual que yo; le explico la dinámica con franqueza, ella no se asombra, sin duda no es primeriza. Se desviste con simpleza y yo la observo descubrir ante mí el tesoro de su cuerpo. Mi boca saliva mientras deseo que fueran otras las circunstancias pero esto es lo único que permite mi laberinto, así que la terminar ella, me levanto y me desvisto sin ceremonia. Tomo dos almohadas y las coloco paralelas sobre la cama y le pido que se acueste boca abajo y sobre ellas: su vientre descansa en una y en la otra, sus brazos sostienen su cabeza ladeada; ante mí reposa esbelto su culo y el otro agujero glorioso. La penetro con suavidad y lentitud al principio, quince minutos después culmino con firmeza y rapidez, mientras ella gemía calladamente y daba ocasionales y sordos grititos. Reposo un momento, respiro y me relajo. Compartimos un par de heladas latas de cerveza que compré antes de entrar, fumo un poco de mota; desisto de ofrecerle y ella parece distraída. Ella tiene una voz dulce y hablamos un poco, sobre el TLC y la marcha del NO, tal vez nos topemos, quizás pensamos al unísono, con algo de absurda aprensión.

—Va a ir mucha gente.— le comento.

Me visto sin prisa, le señalo la mesa donde está su respectiva paga, me despido y me voy. Me hubiera gustado besarla, rumio mientras subo al taxi y le digo al taxista que maneje sin especificar mucho un rumbo; mientras me pongo los audífonos y me hundo en la burbuja de las variaciones Goldberg, ahogo unas inexplicables ganas de llorar.